Una vez en clase, alguien le preguntó a Miguel sobre los títulos de los libros que había escrito. Me acuerdo que apunté rápidamente algunos de los que mencionó: “Trigo Verde”, “Juego de espejos”, “La Soledad luminosa”, “Cantares de Sed”… y saliendo del salón corrí inmediatamente a la biblioteca a buscarlos.
Sólo encontré los tres primeros y con muchísimo interés y emoción comencé a leer “Trigo Verde”.
"Trigo Verde” fue toda una revelación para mi.
El tema, la forma en que está escrito, me dejaron una profunda huella,seguramente por la edad que tenía entonces y mi búsqueda personal en aquel justo momento.
“Trigo Verde” fue como asistir a una cita pactada desde siempre, donde Dios me había estado esperando pacientemente, para hablarme a través de aquellas páginas y recordarme Su presencia e importancia en mi vida.
Fernando Ariño el personaje central, es un joven estupendo, con vida propia, tanto así que parece salir de entre los capítulos del libro.
Es tan real, pensaba yo, que tenía que haber sido parte de la historia del propio Miguel. Nadie puede transmitir la experiencia de una vida interior y espiritualidad de tal magnitud “de oídas” o por lo que le contaron. Pero… ¿qué relación había entre mi sofisticado profesor -artista, escritor, recién llegado de vivir una temporada en la romántica Venecia, y en tratos para editar su siguiente libro- con aquel joven que dejó la posibilidad de una vida “cómoda”, “exitosa” y tradicional para convertirse en un hombre de Dios?
Probablemente, pensaba yo, había estado en el seminario algún tiempo y no llegó a ordenarse ó después de ordenado se salió. No sería el primer ni único caso que yo conociera. ¿Quién sabe?...
De todas formas era una lástima. Su experiencia de Dios era muy inspiradora y había causado una profunda impresión en mí.
Con todas estas emociones a cuestas y con un nudo en el estómago, decidí abordarlo para que me dedicara su libro.
Era día de mi cumpleaños y era muy significativo para mí acercarme para decirle lo mucho que me había impresionado “Trigo Verde”, cómo me reencontré con Dios a través de su lectura, lo mucho que me gustaba su clase, cómo había capturado mi atención y muchísimas cosas más.
“¿Cómo te llamas?” Me preguntó. Y acto seguido me escribió una bella dedicatoria.
Era tanta mi emoción, que de todo lo que quería decirle solo pude balbucear que su libro me había gustado mucho y preguntarle si alguna vez estuvo en el Seminario.
“¡Niña, yo soy jesuita!” me contestó.
Vaya, ¡qué sorpresa!
¿Un jesuita disfrazado de artista? Ó como le escribió uno de sus alumnos una vez: “Miguel Aguayo, el poeta disfrazado de jesuita”…
Definitivamente una extraña, pero afortunada combinación.
Estimada Laura, te escribo del INBA, ¿tienes algún correo electrónico para contactarte?
ResponderEliminarUna pregunta: es Alfredo Zepeda el novicio que tiene la mano en el pecho?...saludos
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